Un eremita, santo y penitente, vivía feliz lejos de la civilización, en la espesura selvática, habitando una cabaña. Se sustentaba de frutos naturales, bebía el agua cristalina de un arroyo cercano y se cubría con una túnica andrajosa. Pasaba el día en la contemplación sagrada de Dios, hasta el punto que los descarados ratoncillos le roían la túnica.
Los vecinos de las aldeas circundantes peregrinaban para visitarlo y pedirle su bendición. Fueron ellos los que le regalaron un gato para ahuyentar a los ratones y una vaca para que al felino no le faltara leche. Asimismo, le cedieron un pastizal para que la vaca pastase a sus anchas. El anacoreta tenía que abonar el predio, segar la hierba, ordeñar y estabular la vaca, y dar de comer al gato. Pronto se percató que no le quedaba tiempo para rezar, no hacía oración, que era lo suyo. Los devotos vecinos dejaron de visitarle, pues pensaban que su bendición había perdido dones. Y el solitario ermitaño, murió de tristeza.
Mensaje de este cuento indio a esta sociedad consumista: Cuanto más tienes, más te complicas la vida y dejas de hacer lo que en realidad te gusta.